viernes, 29 de octubre de 2010

Mandados

A fin de cuentas a él le gustaban esas dos horas que se tomaba para hacer los mandados. Tomaba la bolsa de la cocina, revisaba su interior. Cuando ésta estaba vacía encaraba presuroso hacia lo de Don Eduardo. Era la casa más linda del lugar, con su techo a dos aguas de tejas verdes y sus paredes blancas de pintura a la cal. No tardaba mucho en llegar, tan solo debía recorrer unos veinte metros hacia el este. Abría la cerca sin hacer ruido, la cerraba, seguía el sendero grisverde de piedra y pasto y ahí estaba la mecedora con Don Eduardo durmiéndole encima. Le daba charla a veces, muy a veces, sabía que el otrora médico del caserío disfrutaba del silencio ganado después de años de trabajo. Solo tenía que buscar en el suelo, junto al atado de cigarros, un boyito de papel con algunas monedas: la lista y el dinero. Estaba listo, luego la cerca, cerrar y de nuevo a andar.

Viriato lo esperaba con limonada, piernas flacas y un perro siempre adormecido. Sin nada que permita divisar el inicio o el final del terreno de su propiedad había instalado una precaria casa de madera junto a un árbol. Le daba sombra y también lo ayudaba a disimular las goteras del rancho. Entablaba en su segunda parada un diálogo breve, lleno de cariño, respeto y agradecimiento (ustedes deciden de quién a quién, o qué corresponde a cada uno). Arroz y harina. Monedas, limonada fresca, rascar un poco al durmiente Fabio y partir, no sin antes regalarle a Viriato algunas palabras de elogio por su tan bien lograda limonada.

Luego de la casa escondida bajo el verde le tocaba ver a Joana. Era una mujer más grande que su madre pero más joven que María Aparecida. Se la notaba firme, turgente. Podía hacer sus compras sin esfuerzo pero Edmilson disfrutaba de su compañía, y a veces luego de entregarle la compra podía quedarse a comer algunas de sus ricas galletas de chocolate. La casa era pequeña, discreta, en muy buen estado, con un parque de césped prolijo y flores coloridas. Subía los peldaños que separaban la puerta de la tierra colorada, golpeaba leve y esperaba. Joana le regalaba una sonrisa, le invitaba algo y le daba las instrucciones. Él estaba tonto o enamorado, nunca nadie lo supo.

Ni antes ni después de estas tres visitas estaba él listo para verla. Iba sonriente, le gustaba ver a Eduardo dormir, tomar la limonada de Viriato y sentir el aroma de Joana. Sus pies se adelantaban tranquilos por el amplio camino que lo llevaría hasta el perobá rosa que le recordaba que debía virar a la izquierda. Claro que la bolsa no le pesaba, ni llena le pesaba, porque gracias a ella reapareció María Aparecida en su vida, con sus manos arrugadas de piel suave y su caramelera de vidrio. No podía recordar la primera vez que la vió, no es algo común que los bebés graben en su memoria el rostro de la persona que los ayudó a llegar al mundo, aunque siempre montaba imágenes para recrear el momento. Luego de algunos metros por un sinuoso camino la encontraba buscándolo con los ojos desde su ventana, sonriendo mansamente. En esa comunión secreta de quienes se quieren se decían hola y hasta luego, para ahorrarse tiempo y dedicar las palabras (o los silencios) a las cosas importantes. Él se acercaba a la puerta, golpeaba la planta de sus pies con las manos y de costado, con los huesos, empujaba y traspasaba el umbral.