sábado, 30 de octubre de 2010

XXXII

Al final todo se reducía a un par de zapatos charolados. No le gustaban, se los habían regalado por error, por no conocerla. No quedaba más alternativa que acompañarla, quizás luego un café... quería pensar en sorrentinos pero una cara ofuscada y un reloj indicando las tres de la tarde serían suficientes para obligarlo a desistir, y no estaba con ánimos de entablar un diálogo poco cordial en una esquina cualquiera de un centro cualquiera. La siguió, ella primero se calzó, luego él, y así con todo. Los encontró el espejo del baño en el justo instante de cepillarse los dientes. Su pelo largo la volvía sexy, aún después de más de un orgasmo matinal y el doble café con leche acompañado por muchas tostadas. La remera blanca al revés, la etiqueta a medio soltar y la barba de dos días lo pintaban tal cual el momento lo encontraba, como un hombre poco dispuesto a abandonar un ambiente cálido en busca del gélido viento invernal.
Lo apuró. Las doce y media, horario de comercio, catorce horas a más tardar. Un jean, zapatillas, suéter, campera. Todo eso más acomodarse el pelo le tomaba unos veinte minutos. Un vestido floreado, zapatitos, medias, vincha, morral, saquito. Cincuenta minutos mínimo. El pelo había cedido al cepillo durante el tiempo de los dientes. Lo miró triunfante luego de transcurridas tan solo dieciocho fracciones de sesenta segundos y él sonrió. Le dió un beso, abrió la puerta de entrada, cerró la puerta de entrada y la tomó de la mano. Sin más se dispusieron a caminar entre vainillas, hojas de tilo y niños con elásticos, rayuelas y pelotas.
:- A vos se te ocurre cambiarlos- y le regaló un beso en el cachete que también era sonrisa. Con la mano desocupada buscó en su campera el atado de Parliament.
:- Lo termino y nos subimos a un taxi, justo en la avenida.

:- ¿Viste que son más lindos?- estaba feliz en el café, luciendo sus pies siempre preciosos. Una lágrima y un licuado de banana a medio terminar decoraban una mesa un tanto barata, enchapada en símil madera. Quizás ya eran las cuatro del miércoles, repasaba la agenda semanal, reposaba en el jueves, en la bendita reunión de los jueves, y a la tarde le tocaba hacer las fotos de una nueva sociedad de fomento. No aparecían grandes planes, lo necesario estaba en casa o en un 504, el tiempo de las epopeyas había quedado atrás. Sin quererlo retrocedió en el calendario. Fue el de antes en sus recuerdos y aguantó una vez más esos trajes que no le quedaban, compartió trabajo con personas increíbles y durmió en camas inabarcables. Al volver se supo cómodo, contemplando a María calmo, con el estómago tibio. Toda la salida le pareció perfecta a pesar de su modorra y sus ganas de dormir. No entendía bien el por qué pero estaba siendo feliz, era dueño de una felicidad moderada y continua, una felicidad que por sincera no sufre sobresalto alguno.
:- Che ganso...- y lo llamaba, lo traía desde sus vaivenes históricos, devolviéndolo a una realidad que lo recibía blanda, amena.
:- ¿Que?

(ella sorbete, licuado)
:- ¿Me querés?

(él sonrisa, ella sorbete, licuado)
:- Te Amo.

viernes, 29 de octubre de 2010

Mandados

A fin de cuentas a él le gustaban esas dos horas que se tomaba para hacer los mandados. Tomaba la bolsa de la cocina, revisaba su interior. Cuando ésta estaba vacía encaraba presuroso hacia lo de Don Eduardo. Era la casa más linda del lugar, con su techo a dos aguas de tejas verdes y sus paredes blancas de pintura a la cal. No tardaba mucho en llegar, tan solo debía recorrer unos veinte metros hacia el este. Abría la cerca sin hacer ruido, la cerraba, seguía el sendero grisverde de piedra y pasto y ahí estaba la mecedora con Don Eduardo durmiéndole encima. Le daba charla a veces, muy a veces, sabía que el otrora médico del caserío disfrutaba del silencio ganado después de años de trabajo. Solo tenía que buscar en el suelo, junto al atado de cigarros, un boyito de papel con algunas monedas: la lista y el dinero. Estaba listo, luego la cerca, cerrar y de nuevo a andar.

Viriato lo esperaba con limonada, piernas flacas y un perro siempre adormecido. Sin nada que permita divisar el inicio o el final del terreno de su propiedad había instalado una precaria casa de madera junto a un árbol. Le daba sombra y también lo ayudaba a disimular las goteras del rancho. Entablaba en su segunda parada un diálogo breve, lleno de cariño, respeto y agradecimiento (ustedes deciden de quién a quién, o qué corresponde a cada uno). Arroz y harina. Monedas, limonada fresca, rascar un poco al durmiente Fabio y partir, no sin antes regalarle a Viriato algunas palabras de elogio por su tan bien lograda limonada.

Luego de la casa escondida bajo el verde le tocaba ver a Joana. Era una mujer más grande que su madre pero más joven que María Aparecida. Se la notaba firme, turgente. Podía hacer sus compras sin esfuerzo pero Edmilson disfrutaba de su compañía, y a veces luego de entregarle la compra podía quedarse a comer algunas de sus ricas galletas de chocolate. La casa era pequeña, discreta, en muy buen estado, con un parque de césped prolijo y flores coloridas. Subía los peldaños que separaban la puerta de la tierra colorada, golpeaba leve y esperaba. Joana le regalaba una sonrisa, le invitaba algo y le daba las instrucciones. Él estaba tonto o enamorado, nunca nadie lo supo.

Ni antes ni después de estas tres visitas estaba él listo para verla. Iba sonriente, le gustaba ver a Eduardo dormir, tomar la limonada de Viriato y sentir el aroma de Joana. Sus pies se adelantaban tranquilos por el amplio camino que lo llevaría hasta el perobá rosa que le recordaba que debía virar a la izquierda. Claro que la bolsa no le pesaba, ni llena le pesaba, porque gracias a ella reapareció María Aparecida en su vida, con sus manos arrugadas de piel suave y su caramelera de vidrio. No podía recordar la primera vez que la vió, no es algo común que los bebés graben en su memoria el rostro de la persona que los ayudó a llegar al mundo, aunque siempre montaba imágenes para recrear el momento. Luego de algunos metros por un sinuoso camino la encontraba buscándolo con los ojos desde su ventana, sonriendo mansamente. En esa comunión secreta de quienes se quieren se decían hola y hasta luego, para ahorrarse tiempo y dedicar las palabras (o los silencios) a las cosas importantes. Él se acercaba a la puerta, golpeaba la planta de sus pies con las manos y de costado, con los huesos, empujaba y traspasaba el umbral.

domingo, 24 de octubre de 2010

Edmilson Riveiro (Echimilson en estos lados)

:- Ey Edmilson, ve a espantar a las palomas.

Sus rodillas morenas y huesudas eran parcialmente cubiertas en su extremo superior por un jean precariamente cortado. Él corría con eso, corría a las palomas. Sus pies morenos y huesudos eran parcialmente cubiertos por la tierra. Él corría con ellos, corría a las palomas.

:- Mantenlas lejos del pan para los pollos.
:- ¿Y por qué no entramos el pan para los pollos hasta que los pollos lo quieran?
:- Edmilson... solo quítalas.

Espantar palomas podía transformarse en deber de tiempo completo. Instalaba su pesadez de hora de siesta bajo la parra mientras comía uvas y escupía las semillas a las ratas voladoras.

:- Edmilson... las uvas calientes hacen mal a la panza.
:- Pero mamá, sino querés que las coma así poné algunas dentro de agua...
:- Edmilson...

No era tonto, como todos los niños. Él sabía que después de una tarde de espantador de palomas armado con semillas de uva el dolor de panza era algo insoportable. En el inodoro pasaba sus segundos más solitarios, compadeciéndose de si mismo a la espera de que termine el calvario. Era más bien un baño humilde, el agua se calentaba en uno de esos calefones eléctricos que se enchufan exclusivamente cuando alguien quiere tomar una ducha. "En cinco minutos Edmilson, ni uno más", él sabía esas minucias.

Le gustaban sus vacaciones, estar sin hacer nada esperando a que su madre le de alguna tarea simple, transformable en un juego en un abrir y cerrar de ojos. Ella se contentaba viéndolo cuidar del pasto, creyendo que él lo hacía por gusto, pero no era así, Edmilson admiró desde muy pequeño a su padre, sin que nadie lo sepa imitaba el ir y venir de sus piernas cuando pasaba la máquina de cortar el pasto, o más de una vez se esforzó por lograr esa cadencia al carpir el borde del patio con la azada heredada por tantos. Le gustaba ser hombre.

Así como disfrutaba de lo anteriormente dicho también tenía espacio para un amigo, el pequeño Jimarson, un vecino jocoso y un tanto bobalicón que cada día por medio entraba a su casa con una pelota en mano, presuroso a partir hacia la plaza del barrio para medirse en un enfrentamiento futbolístico (conformado por todos los niños del lugar) lleno de puntapiés y golpes francos a la canilla. Ambos niños eran sumamente habilidosos y más de una vez se vieron forzados a abandonar los partidos después de un caño carente de respeto.

:- El pan es pan Edmilson, aquí no comemos con galletones.

Si bien nunca fue veloz siempre fue confiable, por eso varios gerontes de la cuadra recurrían a él cuando lo veían pasar con la bolsadehacerlosmandados. Solo una persona no tenía que llamarlo. María Aparecida fue su amiga muchos veranos: anciana amable que supo encontrar en él un amigo, un nieto y un hijo.

:- Es que no quedaba otra cosa ma...
:- Edmilson...

Así transcurrieron las vacaciones de este muchacho mientras fue un niño, entre mandados, vecinos, mandatos familiares, las ganas de ser hombre, un amigo y el fútbol. Su relación con María Aparecida merece un capítulo aparte, ya que ocupa un espacio en su vida física y sentimental como no ocuparon las palomas o la parra.

Edmilson Rivero, poeta.