De a poco Rober volvió a ser lo que era.
Ya no más reuniones hasta las 10 de la mañana con la menesunda de por medio. Ahora dormía como un trabajador, a las diez de la noche.
Trabajaba mucho, dormía lo acostumbrado por todos los que trabajan y comía donde el tiempo lo encontraba.
Estaba solo. Con diescinueve años y un futuro enorme, pero solo. Sus amigos de la infancia lo habían dejado a un lado después de lo que le hizo a Milagros. Su familia procedió de manera similar. Su padre lo expulsó del hogar apenás se enteró del aborto a patadas. Su madre no habló con él siquiera, simplemente le alcanzó un bolso con ropa limpia y planchada. Esa tarde salió por la puerta de atrás y nunca más volvió. Tenía diescisiete.
Un año más tarde estaba robando estereos. Los autos aparcados eran blancos fáciles. Un trapo, el codo y chau. Así pago vicios y comidas durante un año más. Vivienda no, estaba en una casa ocupada. No faltó jamás en su vida el sexo, la comida y la música. Las drogas eran como el aire, mejor ni nombrarlas.
Después de los stereos decidió buscar trabajo. En el transcurso de ese día (cuando se decidió) encontró algo: era ayudante en un taller de pintura automotor. Rober aprendió en poco tiempo las inclemencias de un trabajo arduo, de un horario completo y del olor a pintura.